22 de diciembre de 2009

Decálogo del médico mediocre

por Jair García-Guerrero

1. No estudies más: limítate a los sagrados conocimientos que te enseñaron en la Facultad; los cursos de actualización son para gente sin qué hacer o para ir al viboreo.
2. Interroga los síntomas con sus nombres científicos: no te molestes en ponerte en los zapatos de tus pacientes, muy su problema si no te entienden.
3. No planees la entrevista ni la exploración: cuestiona las cosas al azar, sin orden ni importancia, y explora como quieras, al fin y al cabo los datos ahí están. Puedes ir directo sobre la auscultación, para que los enfermos descubran que conoces el origen preciso de sus dolencias.
4. No expliques: no se te ocurra intentar explicar la causa de la enfermedad, no la entenderán, además: a ellos sólo les interesa su tratamiento.
5. Escribe con mala letra y ortografía: los farmacéuticos son expertos en tus garabatos y jamás se equivocan; además, conocen bien el efecto de todas las medicinas.
6. No escribas la sustancia activa de los medicamentos: los pacientes deben comprar la fórmula que tú les indicas, y es su problema encontrarla o conseguirla.
7. No consultes el vademécum: no investigues, ni compruebes las formulaciones, dosis o interacciones; confía en tu privilegiada memoria.
8. No atiendas a los pacientes sin cita: ellos saben bien que no pueden acudir al servicio médico sin previa cita, y que tú tienes una vida muy ocupada e importante.
9. Regala tu trabajo: la medicina es un apostolado y los pacientes nunca pueden pagarte.
10. No trates con los representantes: a ellos sólo les interesa que recetes su marca y jamás le ayudarán a tus pacientes ni te servirán como actualización.

Nota: si después de seguir al pie de la letra este decálogo no consigues ser un médico mediocre, puedes considerar consultar sin bata y en bermudas. También puedes considerar buscar empleo en los Servicios de Salud de Estados Unidos: ahí sólo te contratan si lo eres.


Diciembre de 2009

"El Hombre Imaginario"

por Nicanor Parra

El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario

De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios

Todas las tardes tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios

Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario

Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario.

24 de noviembre de 2009

La palabra es arquetipo de la cosa

Mi amada Mercedes me compartió el siguiente fragmento (una de las cosas por las que la amo es ésta: me ofrece bocadillos literarios exóticos que acarician mi estómago literario... sin albur):


Buenas palabras, malas palabras (fragmento)
por Ana María Machado

"Por definición, literatura es el arte de las palabras. Pero pocos géneros literarios tienen lectores tan conscientes del poder mágico que poseen las palabras como la literatura infantil y juvenil. Salvo en ese género, muy raro es el lector capaz de acreditar que un conjunto de palabras tiene poderes para mover parte de una montaña, transformar una piedra en una puerta y revelar tesoros incalculables en su interior —como ocurre con el "Ábrete, Sésamo", en el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones—. O acreditar que otra expresión pueda hacer que una olla empiece, solita, a cocinar delicias sin fuego debajo ni comida por dentro y, a pesar de eso, al fin pueda matar el hambre de multitudes e, incluso, inundar de comida todo un pueblo si alguien no logra decir las palabras exactas que hagan cesar el fenómeno.
(…)
Después de pasado el episodio, trabajé el texto de manera más literaria. Me encantó el juego de jamás escribir una sola mala palabra y, sin embargo, lograr que los lectores las leyeran, en un acto literario mágico, llamados a crear, a ver lo que no está. Fue divertido hacer esa experiencia. Y resultó en un cuento liberador y subversivo, como me parece que debe ser la literatura. Porque, en realidad, toda palabra en un contexto literario puede ser mágica, romper cadenas, hacer volar. Y no hay ninguna razón para que, en cuentos para niños, uno olvide ese poder del lenguaje."

Ana María Machado, la del apellido de Antonio, me recordó a mi maestro Carlos Arredondo, quien nos explicó sobre la imposibilidad que la palabras sean malas, buenas, bajas, altas, blancas, rojas, tecnológicas, modernas... Esta reflexión la he compartido en clase algunas veces.

¿Cuál es mi palabra favorita? Por supuesto que Carlos. También Jair es mi palabra favorita. La palabra Mercedes es otra de mis preferidas, pero aquí llegamos al Crátilo: la palabra es arquetipo de la cosa.

22 de noviembre de 2009

Nueva fase

Escúchame bien: antihipertensivo. Esta es una de las funciones que debe tener un blog. Ante la insistente promoción de la literatura como un abordaje terapéutico, y ahora por una idea que Mercedes me dio, he considerado darle una nueva fase a mi blog. Seguramente algunos han visitado mis "cyber apuntes" con la intención de seguir la lectura sugerida del facebook. En estos apuntes cibernéticos, que hoy sólo considero como archivos, he archivado poemillas o fragmentos cortos de tejidos interesantes, con toda la intención de compartirlos. Los cyber apuntes sirvieron de carpeta para guardar hallazgos literarios, poemas compartidos, fragmentos de diálogos, minicuentos... pero casi ninguno mío.

Ahora deseo que ésta libreta virtual reciba mis insípidos ejercicios con la mano (sin albur): escribiré y escribiré (es amenaza), con la intención de entretener, soltar la pluma, aflojar los dedos, cooperar con la Web 2.0 en la construcción de un mundo virtual, donde la gente usa sus blogs como diarios, a la vista de cualquier merodeador... ¿Resultará? ¿Esta empresa tecnológica encontrará lectores fieles? Pos la neta no lo sé, sólo sé que este es un blog de tantos más...

Antihipertensiva la terapia de escribir. Ahora escribiré para disminuir la tensión social.

(Cerré la computadora y reparé en que mi cervicalalgia ya no era tan aguda. Al parecer, esto de sacarle provecho al blog me relajó. Salí al jardín a echarme un cigarro y un gasesillo que casi no sonó, pero alguien aplaudió. Luego descubrí que no era aplauso: mató un zancudo).

3 de noviembre de 2009

Canonización, de Ramón López Velarde

Primer amor, tú vences la distancia.
Fuensanta, tu recuerdo me es propicio.
Me deleita de lejos la fragancia
que de noche se exhala de tus tiestos,
y en pago de tan grande beneficio
te canonizo en estos
endecasílabos sentimentales.

A tu virtud mi devoción es tanta
que te miro en el altar, como la santa
Patrona que veneran tus zagales,
y así es como mis versos se han tornado
endecasílabos pontificales.

Como risueña advocación te he dado
la que ha de subyugar los corazones:
permíteme rezarte, novia ausente,
Nuestra Señora de las Ilusiones.

¡Quién le otorgara al corazón doliente
cristalizar el infantil anhelo,
que en su fuego romántico me abrasa,
de venerarte en diáfano capelo
en un rincón de la nativa casa!

Tanto se contagió mi vida toda
del grave encanto de tus ojos místicos,
que en vano espero para nuestra boda
alguna de las horas de pureza
en que se confortó mi gran tristeza
con los primeros panes eucarísticos.

31 de octubre de 2009

El granjo, de Alberto Blanco

El grajo

Un grajo entre las nubes salta
como una mancha de tinta en un cuaderno,
como un pozo sin fondo y sin cubeta
donde el agua se queja mientras grazna.

Sus plumas son carbón para aquel horno
que de las pesadillas se alimenta
y sus ojos un círculo de lumbre
que deja las promesas sin cumplir.

Las alas tenebrosamente abiertas son
la oscuridad del día en la cabeza
y las garras de hierro al rojo vivo
ardientes relámpagos de media noche.

Es la cola del grajo en la tormenta
el triste timón de los desastres
y sus patas invictas escaleras
por donde sube el humo de los siglos.

El pico -por último- es un usurero
clavado en las necesidades de la sombra
con la cresta como una bravata
coronando el negrísimo atavío.

Como un sufrimiento sin alivio
donde la noche inclina la balanza
el grajo es en la oscuridad
un espejo con alas de obsidiana.

29 de octubre de 2009

José Luis Piquero - Nosotros no dormimos

Nosotros no dormimos. Hay un gesto
de araña en cada sombra amenazante
y el silencio se llena de presagios.

No dormimos. Quemamos
las horas como extraños cigarrillos.
Sabemos que ahí afuera la vida es deseable,
las chicas huelen bien,
y nada de eso es nuestro.

No podemos dormir, no hemos dormido nunca.
A veces alguien mira, de perfil, preguntándose
con dolor qué esperamos
desde hace tanto tiempo. Las arañas,
las arañas. No hemos dormido nunca.

Y pasamos los días con los ojos abiertos
como esos tragaluces que miran desde un sótano.
Ya nos duelen los párpados
y alguien dice palabras,
el mundo está bien hecho, simplemente
nuestra vida es así.

Ojalá nos muriésemos como quien no ha vivido,
que un soplo nos borrase la arena de los labios,
sin huellas y sin humo, apagando la luz.

Ah, si por fin durmiéramos, no puedo imaginarlo.
Tus labios cantarían una canción de cuna.
Más también las arañas... Hay un gesto
de mosca en cada sombra. Oh, Señor de las Moscas,
la vida es un infierno.

Nosotros no dormimos, igual que las arañas,
cristales y arenilla bajo la nuca insomne.

Ellas tejen sus redes.

3 de octubre de 2009

La muerte es la vida, de Gabriel Álvarez Toledo

(In memoriam CH)


Esto que vive en mí, por quien yo vivo,
es la mente inmortal de Dios, criada
para que, en su principio transformada,
anhele al fin de quien el ser recibo.

Mas del cuerpo mortal al peso esquivo,
el alma en un letargo sepultada,
es mi ser en esfera limitada,
de vil materia mísero cautivo.

En decreto infalible prescribe
que al golpe justo que su lazo hiere,
de la cadena terrenal me prive.

Luego con fácil conclusión se infiere
que muere el alma cuando el hombre vive,
que vive el alma cuando el hombre muere.

1 de octubre de 2009

ahora de Rubén Darío: El pájaro azul

El Pájaro Azul

Por Rubén Darío




París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos - pintores, escultores, poetas - sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde! ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamada así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...
-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.
De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo y el amor: es decir, las pupilas de Nini.
Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad.

* * *

A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía un vaso de ajenjo y nos decía:
-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad...

* * *

Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón.
Un alienista a quien se le dio noticias de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.
Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:
"Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías tendrás mi dinero."
Esta carta se leyó en el Café Plombier.
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:

¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!

* * *

Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos titulados, pues es claro: El pájaro azul.
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.
Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber cómo ni cuando anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.
He ahí el poema.
Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.

* * *

La bella vecina había sido conducida al cementerio.
-¡Una noticia! ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe titularse así: "De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul".

* * *

¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.
-!Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela.
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. Musas, adiós; adiós, gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible!
Cuando, repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras: Hoy, en plena primavera, dejó abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.

* * *

¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!

30 de septiembre de 2009

Pájaro azul, de Charles Bukowski

Pájaro azul


hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero yo le echo whisky encima y me trago
el humo de los cigarrillos,
y las putas y los camareros
y los dependientes de ultramarinos
nunca se dan cuenta
de que esté ahí dentro.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí abajo, ¿es que quieres
hacerme un lío?
¿es que quieres
mis obras?
¿es que quieres que se hundan las ventas de mis libros
en Europa?

hay un pájaro azul en mi corazón
que quiere salir
pero soy demasiado listo, sólo le dejo salir
a veces por la noche
cuando todo el mundo duerme.
le digo ya sé que estás ahí,
no te pongas
triste.

luego lo vuelvo a introducir,
y él canta un poquito
ahí dentro, no le he dejado
morir del todo
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto
y es tan tierno como
para hacer llorar
a un hombre, pero yo no
lloro,
¿lloras tú?

25 de septiembre de 2009

Amo las cosas, de Gabriela Mistral

1

Amo las cosas que nunca tuve
con las otras que ya no tengo.

Yo toco un agua silenciosa,
parada en pastos friolentos,
que sin un viento tiritaba
en el huerto que era mi huerto.

La miro como la miraba;
me da un extraño pensamieto,
y juego, lenta, con esa agua
como con pez o con misterio.

2

Pienso en umbral donde dejé
pasos alegres que ya no llevo,
y en el umbral veo una llaga
llena de musgo y de silencio.

3

Me busco un verso que he perdido,
que a los siete años me dijeron.
Fue una mujer haciendo el pan
y yo su santa boca veo.

4

Viene un aroma roto en ráfagas;
soy muy dichosa si lo siento;
de tan delgado no es aroma,
siendo el olor de los almendros.

Me vuelve niños los sentidos;
le busco un nombre y no lo acierto,
y huelo el aire y los lugares
buscando almendros que no encuentro...

5

Un río suena siempre cerca.
Ha cuarenta años que lo siento.
Es canturía de mi sangre
o bien un ritmo que me dieron.

O el río Elqui de mi infancia
que me repecho y me vadeo.
Nunca lo pierdo; pecho a pecho,
como dos niños, nos tenemos.

6

Cuando sueño la Cordillera,
camino por desfiladeros,
y voy oyéndoles, sin tregua,
un silbo casi juramento.

7

Veo al remate del Pacífico
amoratado mi archipiélago
y de una isla me ha quedado
un olor acre de alción muerto...

8

Un dorso, un dorso grave y dulce,
remata el sueño que yo sueño.
Es el final de mi camino
y me descanso cuando llego.

Es tronco muerto o es mi padre
el vago dorso ceniciento.
Yo no pregunto, no lo turbo.
Me tiendo junto, callo y duermo.

9

Amo una piedra de Oaxaca
o Guatemala, a que me acerco,
roja y fija como mi cara
y cuya grieta da un aliento.

Al dormirme queda desnuda;
no sé por qué yo la volteo.
Y tal vez nunca la he tenido
y es mi sepulcro lo que veo...

La peste azul (AH1N1), de Saúl Ibargoyen

No eran pedazos de ensuciado dolor
perforando la totalidad del aire:
tampoco espirales de bichos sangrientos
ni trazos de un dedo gigante
marcando de horror las camas y las calles.
No era el metálico galope
de las caballadas negras trizando
hierbas y plumas perdidas:
tampoco era una áspera sombra
olfateando un posible destino
en la carne más fresca:
no era aquel escudo adonde
un sagrado animal imponía su tenso vuelo
entre astros de fuego:
no era el gesto voraz del señor de los ejércitos
con su pequeño disfraz
y su pequeña espada
y sus pequeños ojos
porque en él alcanza su exacto tamaño
todo lo mezquino.
No no era la figura casi humana
que como un balón repleto de monedas
va hundiéndose en el barro
de su propia inmundicia.
No era un templo vaciado
de amor y sufrimiento
ni una bandera de colores inermes
sometida a impúdicos jabones
y al grosero manoseo imperial.
No era el hombre sin oficio fijo
ni la mujer duramente preñada
ni el mesero desconocido
ni el
niño resucitad
ni la muchacha que ya no estudia
ni respira
ni la suripanta que dejó de fornicar
ni el juntador de basura cuyas quietas manos
alguien lavó
ni el soldado que asesinara su
uniforme
en aquella balacera
del día de ayer o de hoy.
No era una ciudad sin olor a simple gente:
ni la ciudad de las máscaras
ni el completo país de los mascarones:
no eran los rostros de pieles
blancas
ni las caras de pieles azulencas
ni las mejillas y las bocas
valientes y abiertas.
No eran los cuidados cadáveres
ni los muertos sin apellido
ni los examinados cuerpos en estuches
diversos
ni las vacunas mágicas
ni los remedios tribales
ni las perversas bendiciones en orejas indefensas
ni los discursos cocinados
en ollas de puro cristal.
No no era esto todo lo que
vimos:
fue en el nuevo año de la peste azul.

México DF, abril/mayo 2009

12 de septiembre de 2009

La estrofa que danza, de Rubén Bonifaz Nuño

Ya brotas de la escena cual guarismo
tornasol, y desfloras el mutismo
con los toques undívagos de tu planta certera
que fiera se amanera al marcar hechicera
las multánimes giros de una sola quimera.

Ya tus ojos entraron al combate
como dos uvas de un goloso uvate;
bajo tus castañuelas se rinden los destinos,
y se cuelgan de ti los sueños masculinos,
cual de la cuerda endeble de una lira, los trinos.

Ya te adula la orquesta con servil
dejo libidinoso de reptil,
y danzando lacónica, tu reojo me plagia,
y pisas mi entusiasmo con una cruel magia
como estrofa danzante que pisa una hemorragia.

Ya vuelas como un rito por los planos
limítrofes de todos los arcanos;
las almas que tu arrullo va limpiando de escoria
quisieran renunciar su futuro y su historia,
por dormirse en la tersa amnistía de tu gloria.

Guarismo, cuerda, y ejemplar figura:
tu rítmica y eurítmica cintura
nos roba a todos nuestra flama pura;
y tus talones tránsfugas, que se salen del mundo
por la tangente dócil de un celaje profundo,
se llevan mis holgorios el azul pudibundo.

(para Aída)

24 de agosto de 2009

Cristo en la cruz, por Jorge Luis Borges

CRISTO EN LA CRUZ

Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero.
La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío. No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra.
El hombre quebrantado sufre y calla.
La corona de espinas lo lastima.
No lo alcanza la befa de la plebe
que ha visto su agonía tantas veces.
La suya o la de otro. Da lo mismo.
Cristo en la cruz. Desordenadamente
piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya.
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la Inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas
y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado. (Esa sentencia
la escribió un irlandés en una cárcel.)
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.
¿De qué puede servirme que aquel hombre
haya sufrido, si yo sufro ahora?

3 de agosto de 2009

Edgar Allan Poe, por JLB

Edgar Allan Poe
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)

Pompas del mármol, negra anatomía
que ultrajan los gusanos sepulcrales,
del triunfo de la muerte los glaciales
símbolos congregó. No los temía.

Temía la otra sombra, la amorosa,
las comunes venturas de la gente;
no lo cegó el metal resplandeciente
ni el mármol sepulcral sino la rosa.

Como del otro lado del espejo
se entregó solitario a su complejo
destino de inventor de pesadillas.

Quizá, del otro lado de la muerte,
siga erigiendo solitario y fuerte
espléndidas y atroces maravillas.

30 de julio de 2009

Edgar Allan Poe, por JLB

Edgar Allan Poe
Por Jorge Luis Borges

Publicado en La Nación (Buenos Aires)
domingo 2 de octubre de 1949, Segunda Sección, p. 1

Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.

Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma. Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable - Was it not Fate, that, on this July midnight - honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore. Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, sin bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe. Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valery, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.

Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.

Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.

27 de julio de 2009

Jorge Luis Borges - Los enigmas

LOS ENIGMAS

Yo que soy el que ahora está cantando
seré mañana el misterioso, el muerto,
el morador de un mágico y desierto
orbe sin antes ni después ni cuándo.

Así afirma la mística. Me creo
indigno del Infierno o de la Gloria,
pero nada predigo. Nuestra historia
cambia como las formas de Proteo.

¿Qué errante laberinto, qué blancura
ciega de resplandor será mi suerte,
cuando me entregue el fin de esta aventura

la curiosa experiencia de la muerte?
Quiero beber su cristalino Olvido,
ser para siempre; pero no haber sido.

24 de julio de 2009

Los espejos, de Jorge Luis Borges

Los espejos

Jorge Luis Borges



Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita

y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,

hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,

infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.

Prolongan este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.

Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.

23 de julio de 2009

La renuncia, de Andrés Eloy blanco

LA RENUNCIA
Andres Eloy Blanco

He renunciado a ti. No era posible
fueron vapores de la fantasía;
son ficciones que a veces dan a lo inaccesible
una proximidad de lejanía.

Yo me quedé mirando cómo el río se iba
poniendo encinta de la estrella...
Hundí mis manos locas hacia ella
y supe que la estrella estaba arriba...

He renunciado a ti, serenamente,
como renuncia a Dios el delincuente;
he renunciado a ti como el mendigo
que no se deja ver del viejo amigo;

Como el que ve partir grandes navíos
como rumbo hacia imposibles y ansiados continentes;
como el perro que apaga sus amorosos brios
cuando hay un perro grande que le enseña los dientes;

Como el marino que renuncia al puerto
y el buque errante que renuncia al faro
y como el ciego junto al libro abierto
y el niño pobre ante el juguete caro.

He renunciado a ti, como renuncia el loco a la palabra que su boca pronuncia;
como esos granujillas otoñales,
con los ojos estáticos y las manos vacías,
que empañan su renuncia, soplando los cristales en los escaparates de las confiterías...

He renunciado a ti, y a cada instante
renunciamos un poco de lo que antes quisimos
y al final, !cuantas veces el anhelo menguante
pide un pedazo de lo que antes fuimos!

Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo.
Cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño;
desbaratando encajes regresaré hasta el hilo.
La renuncia es el viaje de regreso del sueño...

21 de julio de 2009

Que sea para bien, de Ramón López Velarde

QUE SEA PARA BIEN

Ya no puedo dudar... Diste muerte a mi cándida
niñez, toda olorosa a sacristía, y también
diste muerte al liviano chacal de mi cartuja.
Que sea para bien...

Ya no puedo dudar... Consumaste el prodigio
de, sin hacerme daño, sustituir mi agua clara
con un licor de uvas... Y yo bebo
el licor que tu mano me depara.

Me revelas la síntesis de mi propio Zodíaco:
el León y la Virgen. Y mis ojos te ven
apretar en los dedos ‹como un haz de centellas‹
éxtasis y placeres. Que sea para bien...

Tu palidez denuncia que en tu rostro
se ha posado el incendio y ha corrido la lava...
Día último de marzo; emoción, aves, sol...
Tu palidez volcánica me agrava.

¿Ganaste ese prodigio de pálida vehemencia
al huir, con un viento de ceniza,
de una ciudad en llamas? ¿O hiciste penitencia
revolcándote encima del desierto? ¿O, quizá,
te quedaste dormida en la vertiente
de un volcán, y la lava corrió sobre tu boca
y calcinó tu frente?

¡Oh tú, reveladora, que traes un sabor
cabal para mi vida, y la entusiasmas:
tu triunfo es sobre un motín de satiresas
y un coro plañidero de fantasmas!

Yo estoy en la vertiente de tu rostro, esperando
las lavas repentinas que me den
un fulgurante goce. Tu victorial y pálido
prestigio ya me invade... ¡Que sea para bien!

Vuelven los caballos, de Jorge Robledo Ortiz

Vuelven los caballos
Ágiles,
Elásticos,
Piafantes,
Resueltos,
Las ancas lustrosas,
Los ojos eléctricos,
Los nervios tensados como cuerdas de arco,
Las crines al viento
Y la historia patria montada,
Tatuada,
Estereotipada sobre todos ellos.

Vuelven los caballos remascando el freno,
Arrollando fechas,
Saltando recuerdos,
Repicando nombres de conquistadores,
De héroes,

De clérigos,
De altivos virreyes,
De descamisados,
Y de comuneros.

Vuelven los caballos de relincho hispano,
Inmenso,
Ecuménico,

Los que le arrancaron chispas al camino
Porque iban herrados con cuatro relámpagos,
Los caballos negros,
Los caballos pintos,
Los caballos bayos,
Los que se bebieron la savia de América
En el verso indio de Santos Chocano.

Vuelven los caballos
En tropel de cascos lo mismo que antaño:
Caballos de silla,
Caballos de carga,
Caballos de espanto,
Caballos que vienen de un viejo trapiche,
De un himno metálico.
Caballos de carne,
Caballos de bronce,
Caballos de mármol.

Vuelven los caballos
Bañados en luna,
Bañados en pólvora
Y en ecos lejanos.
Vuelven los caballos,
¡Y toda Colombia siente que hay tambores,
Historia y Laureles
En sus cuatro cascos!

20 de julio de 2009

Soy, de Jorge Luis Borges

Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.

Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,

del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.



Jorge Luis Borges

La cierva blanca, de Jorge Luis Borges

¿De qué agreste balada de la verde Inglaterra,
de qué lámina persa, de qué región arcana
de las noches y días que nuestro ayer encierra,
vino la cierva blanca que soñé esta mañana?

Duraría un segundo. La vi cruzar el prado
y perderse en el oro de una tarde ilusoria,
leve criatura hecha de un poco de memoria
y de un poco de olvido, cierva de un solo lado.

Los númenes que rigen este curioso mundo
me dejaron soñarte pero no ser tu dueño;
tal vez en un recodo del porvenir profundo

te encontraré de nuevo, cierva blanca de un sueño.
Yo también soy un sueño fugitivo que dura
unos días más que el sueño del prado y la blancura.

Jorge Luis Borges

3 de julio de 2009

De Leopoldo Lugones

Llueve en el mar con un murmullo lento.
La brisa gime tanto, que da pena.
El día es largo y triste. El elemento
duerme el sueño pesado de la arena.

Llueve. La lluvia lánguida trasciende
su olor de flor helada y desabrida.
El día es largo y triste. Uno comprende
que la muerte es así, que la vida es así.

Sigue lloviendo. El día es triste y largo.
En el remoto gris se abisma el ser.
Llueve. Y uno quisiera, sin embargo,
que no acabara nunca de llover.

Leopoldo Lugones

9 de mayo de 2009

Arte de ser madre

(para mi mamá)

Si el Crátilo de poder a los nombres
la madre es arquetipo de la Tierra.
(A mí me dio el apodo de la guerra
y a Chuy el hijo de todos los hombres).

Mamá es una palabra que enaltece;
un símbolo de Dios, blanco y complejo.
El arte de ser madre se parece
un poco a Dios. Mi madre es Su reflejo.

Ver la cocina hecha de historietas
del amor con el que hornean la familia.
Los hijos son, del pan, la mantequilla;
las madres son la harina y la receta.

Después de esa mañana en que te fuiste
dejándome en la escuela, cuando niño,
a forjar mi futuro me forzaste.
Aquélla lágrima ahora es un alivio.

Crear una caricia con un vano
fruto: pelarlo con sus manos dulces.
Moler la mermelada con las mieles
de besos con sabor a chabacano.

Añoras enseñarme lo que enseñas
en tu otro hogar: el aula donde coses
otro amor. Por el arte en que te empeñas
-doble hogar- para mí vales mil veces.

Mi madre no es un ángel: es el cielo.
Su rezo nos protege del espanto.
El arte de ser madre es ese canto
que reza por los ángeles del suelo.

Dicen que María lloró al enterarse
de la madera, pesada y alada.
El arte en ser madre es sacrificarse
en sus hijos en madera sagrada.

(¡Feliz día de las madres mamá: te quiero mucho!)

28 de abril de 2009

Oda a la influenza

Jueves 23 de un abril sin nombre:
en la tele se informa de la muerte
caballeros o jinetes
anunciando un nuevo apocalipsis.

La influenza,
confusa palabra de influyentes
llegó a la Capital.
En la Ciudad de México
el ángel cubre su boca
de la nube sutil que paraliza
los vagos sueños sin fronteras.

Las calles se llenaron de vacío
presagio de la bomba
del oseltamivir
que incide a la cruel neuraminidasa
perla de los cerdos.

Cierre en las mentes por las calles;
cierre de calles
por las mentes que agilizan el recuerdo
de otro jueves de 1985
en que otro temblor cerró la vista
y otras bocas se cubrieron de otro viento.

La calle es un testigo de la prisa
del vago y vigoroso ciudadano
virulento
que estornuda y escupe en ese suelo
que lo vio nacer.

16 de abril de 2009

La historia del dedo medio

He aquí algo que no sabía. Antes de la batalla de Angincourt en 1415, los
franceses, que anticipaban su victoria frente a los ingleses, propusieron
cortarle el dedo del medio a cada uno de los prisioneros de guerra, ya que
sin ese dedo sería imposible disparar los famosos arcos de flechas
británicos y, por lo tanto, dejarían de usar un arma importantísima en
futuras batallas. Estos arcos estaban hechos con la madera del árbol de
tejo. El acto de lanzar flechas era conocido vulgarmente entre los soldados
ingleses como 'halar el tejo', refiriéndose a dicho árbol.
Para sorpresa de los franceses, los ingleses ganaron la batalla y luego
dieron muestras de que conocían sus planes secretos, ya que comenzaron a
mostrarles el dedo del medio en sus narices, mientras decían mofándose de
los prisioneros: 'todavía podemos halar el tejo'. Y fue así como surgió esta
costumbre que luego se extendió por el mundo como muestra de burla, sarcasmo
y desafío.

'The Battle That Made England'. Little Brown & Co., 2006

27 de marzo de 2009

Ciudad de México

Mi amigo Miguel Barquiarena escribió sobre Xalapa: su acento es del norte, como el mío, pero yo ya ando diciendo "vaciado" y "chale" cuando hay inconvenientes. La ciudad de México no se parece a Monterrey. Acá las quesadillas pueden tener adentro carne o yerbas, porque pululan las verduras de todos los pueblos aledaños; también es indigno hablar de dialectos indígenas, porque según estos chilangos quesque desmeritamos el que se trate de lenguajes maduros. Acá en el De Efe se transporta uno en metro, sea uno vago, fakir que camina sobre vidrios o directivo de la Secretaría de Salud: los vaivénes entre los estratos sociales desgastan un poco, y son como las olas del mar, como los arrimones que le dan a uno en los microbuses (órale, órale): Dios nos mezcla con cinismo, diría Borges. En mis primeros dos meses en la Capirucha fui bajando la guardia y paranoia con la que llegué de Monterrey, pero no total: finalmente, la propia gente te recuerda la paranoia en que se vive, pues apenas preguntas una dirección, un restaurante, la calle Alfonso Reyes o Reforma, te miran raro (si te miran) o en cambio, para colmo, te dan una respuesta incorrecta sin vergüenza.
Lento, lento es el cambio en la capirucha. Lenta la manera de asimilar que ya no es Monterrey la tierra que pisas, porque aunque el calor esté a su máximo jamás te sentirás sofocado como allá, asfixiado del aire caliente del desértico municipio de Guadalupe, de donde vienes. No: lenta y sutil, la vana atmósfera que respiras se va apoderando de tus huesos, de tus voces, de tus ojos irritados de smog: la inconstante sociedad, la constante piratería, la total sangre que te hermana con estos chilangos no se te inyecta intravenosa en bolo: poco a poco te vas dando cuenta que no es inocente la sombra que, fresca, te refresca la tarde en la Condesa.

22 de marzo de 2009

Esencia del pensamiento latinoamericano, de Carlo Palmese

Resumir o sintetizar el pensamiento latinoamericano es una hermosa tarea digna no sólo de especialistas, sino de toda persona interesada en conocer a profundidad sus raíces.  Consciente de la magnitud de este análisis, lo dejaré para iniciativas futuras.

En esta ocasión, me referiré a lo que algunos pensadores han llamado su esencia, y específicamente me referiré a la exposición del maestro de generaciones Leopoldo Zea, en uno de sus libros más importantes “El pensamiento latinoamericano” y especialmente al tema “El latino americano y su conciencia histórica”.

Zea, basado en el sistema dialéctico de comprender la historia como una evolución de Friederich Hegel y en los análisis posteriores de José Ortega y Gasset en su libro “La historia como sistema”, comprende que el latinoamericano se encuentra estancado en su historia.

En este sistema de comprensión de la realidad, la historia es un proceso evolutivo en el que las contradicciones entre los actores en el modo de entender los eventos sociales o los intereses grupales, los llevan a planteamientos más evolucionados, entrando así en un proceso de tesis y antítesis interminable.

Los latinoamericanos a diferencia del resto de los países occidentales (con pocas excepciones, entre las que están España y Rusia) no han entrado de lleno en este proceso.

Mientras que los otros, al pasar por diferentes etapas: Feudalismo, monarquía, republicanismo y democracia (sustentadas en el Renacimiento, liberalismo, positivismo, utilitarismo, humanismo, etc.) han vivido plenamente cada una de ellas y posteriormente la han asimilado, haciéndola parte de sí mismos, viviéndola en su totalidad, de manera que no se desee seguir siendo lo mismo o volver a serlo y nazca de manera natural el deseo o la necesidad de cambiar por algo mejor. Esto es en el decir de Hegel “haciéndola parte integral de su conciencia”.

El latinoamericano al rechazar su propia historia, al repudiar lo que se ha sido, al no aceptar su calidad de indígena, esclavo, mestizo, colonizado y colonizador  y pretender ser lo que no es, copiando la manera de ser de otros, tratando de olvidar su pasado y rechazando su esencia, tratando de construir un futuro sin pasado, ha estado anclado en la historia sin entrar en el proceso que le permita evolucionar: Nosotros todavía no aceptamos lo que somos, convivimos sin asimilar, con pensamientos medievales de linaje y aristocracia racial, no mental como la aristocracia platónica.

Aún en nuestro subconsciente colectivo vive el esclavo, somos al mismo tiempo liberales, aunque no estemos dispuestos a aceptar las responsabilidades que esa libertad conlleva, aún vivimos con reminiscencias de las hordas primitivas, buscando, no un líder, sino un caudillo.

Hemos pretendido al mismo tiempo ser republicanos y aún no comprendemos como sociedad lo que eso significa; aún llevamos al aventurero improvisador del íbero en nuestras venas, al ser heroico fugaz dispuesto a grandes hazañas que muestren su grandeza, sin la constancia, el compromiso y el tesón del que nos habla el sociólogo brasileño Sergio Buarque de Holanda en su libro “Raizes do Brasil”.

Según estos pensadores y otros más, el latinoamericano en su conjunto no tiene conciencia histórica, porque sólo la ha memorizado de los libros de historia, no la ha vivido en un proceso natural de aprendizaje que posibilite su síntesis (valoración según Benjamín Bloom, negación según Hegel).

Por supuesto que en Latinoamérica siempre ha existido una elite intelectual de formidables hombres y en nuestra historia contamos con magníficos próceres: Bolívar, Martí, Morazán y tantos otros, pero nuestra colectividad los ve como seres extraños, inalcanzables y distantes. Todavía nos siguen pesando en el subconsciente las teorías de Darwin, la idea de la superioridad racial es para nosotros una pesada cruz y no nos sentimos capaces de igualar o superar el accionar de estos hombres.

Para mejorar el entendimiento de la dialéctica como herramienta de comprensión de la realidad social, creo conveniente que recordemos los diferentes actores sociales y su influencia en el desarrollo, mantenimiento o retroceso social, clasificándolos para el caso por el espíritu de sus ideas:

El conservador  cumple la función de proteger los logros alcanzados o el grado de desarrollo actual, defendiéndolo, tanto de los cambios bruscos, los que se presentan de dudosos o inconvenientes resultados, como de la pérdida de lo logrado por medio del regreso a estructuras anteriores.

El revolucionario cumple la función de promover cambios que estima mejorarán la sociedad alcanzando mayores niveles de justicia, bienestar, libertad, etc. Se subdivide en el revolucionario romántico y en el estoico. El primero suele ser guiado por la emoción y puede caer fácilmente en el fanatismo alejándose de la realidad; el segundo tiene mayor influencia de la experiencia y suele promover cambios graduales y experimentales, teniendo mayor posibilidad de alcanzar sus objetivos.

El retrógrado, bastante incomprendido en los últimos siglos, tiene la seguridad de que en el pasado existían estructuras sociales superiores y que para mejorar debemos regresar a ellas. Su pensamiento se fundamenta, consciente o inconscientemente en la experiencia de que las sociedades no siempre han evolucionado, sino que muchas veces han retrocedido, como en el caso de la civilización griega, la caída del imperio romano, la llegada del oscurantismo, etc. Se opone al positivismo que establece que la humanidad ha avanzado en su desarrollo.

En el pensamiento latinoamericano estos actores carecen de suficiente fuerza para movernos, ya que como sucede de manera análoga en las leyes de la física, en las que todo cuerpo necesita una base para impulsarse; en la historia, que es movida por la fuerza de las ideas, se necesita conciencia plena de donde estamos y lo que somos.

Todos estos tipos de pensamientos son influenciados por la filosofía utilitarista y por la ausencia de valores éticos.  En estos casos el individuo o las fuerzas sociales pretenden el mejoramiento propio y no de la colectividad.

Es importante también hacer notar que los grupos y los individuos no pueden ubicarse estrictamente en alguna de estas clasificaciones, ya que grupos e individuos son combinaciones de cada una, estereotipar sería caer en error por simplicidad.

La dialéctica, como una simple  herramienta, puede usarse para diferentes objetivos como el de promover desarrollo o puede convertirse y se ha convertido en algunos casos en instrumento ideológico. Es de gran utilidad cuando la aplicamos a períodos o sociedades específicas. El enfoque que los pensadores mencionados al inicio de este ensayo le  han dado, ha sido el de instrumento de análisis de la realidad aplicada al pensamiento latinoamericano y tiene como objetivo la comprensión del problema como elemento básico para la búsqueda de soluciones.

La emancipación mental, ese proyecto de Andrés Bello, Domingo Sarmiento, Victoriano Lastarria y Francisco Bilbao entre otros, tendríamos que plantearla aceptando como nueva raza lo que somos, sin complejos, sin sentirnos superiores o inferiores al mosaico de culturas que la conformamos o cualquier sociedad del mundo, aceptando lo que somos como posibilidad de lo que podemos ser, entendiendo nuestras diferencias como fortalezas intrínsecas de lo que  se es, sintiéndonos orgullosos de lo que somos, no de lo bien que imitamos a otros que consideramos superiores.

Escarbemos en nosotros mismos, en nuestra historia como indígenas, como esclavos, como iberoamericanos, buscando en el fondo de nuestro ser nuestros valores, fortalezas y nuestra identidad y partiendo de esa conciencia planeemos nuestro futuro.

13 de marzo de 2009

El Asclep

El Asclep Por Carlos Jair García-Guerrero La lluviosa mañana de septiembre en que Claudia Díaz murió, después de una encarnizada agonía que no dejó lugar a la lucha ni se rebajó al sentimentalismo, noté que los panorámicos de fierro de enfrente del Hospital Monterrey habían renovado no sé qué aviso de cirugía de obesidad mórbida; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una larga lista de innovaciones quirúrgicas por venir. Cambiará el universo pero no yo, pensé con nostálgica fidelidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza pero también sin reproches. Consideré que, como el dos de septiembre era su cumpleaños, visitar la casa de la colonia Libertad para saludar a su padre y a Denisse Alejandra Díaz, su hermana, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Claudia Díaz, de vestido de quince años, Estudio Montes; Claudia con vestido de Jalisco, en los festivales del día de la bandera; la primera comunión de Claudia; Claudia, el día de su boda con Rolando Treviño; Claudia, poco después del divorcio, en un almuerzo en el Casino de Médicos de Monterrey; Claudia, con Denisse Alejandra; Claudia, de tres cuartos, la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con asuntos de salud preventiva o curativa: consejería que, finalmente, aprendí a descartar, después de comprobar, meses después, que las comidas seguían siendo las mismas. Claudia Díaz murió en 1996; desde entonces, no dejé de pasar un dos de septiembre sin volver a su casa. Yo solía llegar a las ocho y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en el 2000, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en el 2001 me presenté, un poco antes de las ocho, con un tequila y carne seca; con toda naturalidad, me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y menudamente alcoholizados, recibí progresivamente las confidencias de Denisse Alejandra Díaz. Claudia era blanca, gruesa, muy prominente de frente; había en su andar un vaivén despreocupado; Denisse Alejandra es rosada, tierna, rubia, de rasgos finos. Ejerce sus estudios de nutrición en el Hospital Monterrey; es certera con las dietas pero también reemplazable; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos décadas de distancia, sigue igual de despistada. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles terapéuticas y en ociosas combinaciones de alimentos. Tiene (como Claudia) pequeñas y redondas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Ratatouille, menos por la exposición de la cocina que por la curiosa costumbre de olfatear cada vegetal. “Es la mejor película que he visto” repetía con fe. “Pronto no habrá necesidad de medicinas; no te servirá, no, la más certera de tus recetas.” El dos de septiembre de 2002 me permití agregar al tequila y la carne unas glorias rellenas de rompope. Denisse Alejandra las olfateó, las probó, le parecieron interesantes y emprendió, al cabo de unas copas, un elogio a la gastronomía neolonesa, particularmente la que fabrica los dulces regionales. La evoco –dijo con una animación algo inexplicable- conquistando los paladares de todo el mundo, como si dijéramos que sería el postre universal, la cereza perfecta del pastel mundial, le vacuna contra todo mal, panacea de la desnutrición, viruela, peste, SIDA, diabetes, obesidad, pobreza… Observó que puede haber otra esfera que ya haya cambiado la terapéutica medicamentosa por una alimentaria, vegetariana, natural. Tan idiotas me parecieron esas ideas, tan alcohólica y tan hueca su exposición, que las relacioné inmediatamente con la psiquiatría; le dije que porqué no consultaba con Nadia Asseff. Atenta y confundida con el nombre de mi amiga psiquiatra, trajo al tema la psiconeuroinmunología, pero me declaró inocente de entenderla hasta no dar con hechos, como todo científico; esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en su Antología de la Panacea Alimentaria, libro que llevaba años escribiendo, “sin presunción”, siempre apoyada en esa “hambre de conocimiento”, que más me pareció una justificación de su divorcio. El primer capítulo de su libro se titulaba El Cosmos; tratábase de una descripción de nuestro mundo, en la que no faltaban, por cierto, las montañas del Cerro de la Silla y Obispado, cabezas de la ciudad. Le rogué que me leyera algún fragmento, que lo seleccionara de entre sus más intrínsecas ideas; abrió un cajón de su escritorio, sacó una libreta decorada con flores y mariposas, y me lo entregó como quien presta dinero sin que se lo pidan; su rostro de “lo necesitas” casi me hace reír; me pidió que lo revisara y despedimos la noche con un cortés beso en la mejilla. Dos domingos después, Denisse Alejandra me llamó a mi número de celular, que no sé quién le dio. Me pidió que nos reuniéramos para hablar de la terapia alimentaria de unos pacientes y del manuscrito. Nos vimos en la cafetería del Hospital Monterrey y ordenamos enchiladas. Aún con la bata blanca puesta, hablamos del menú, de los mitos de los refrescos dietéticos y del incidente con la campana del hospital, que otra vez se había caído. Denisse Alejandra, con su encantadora melena rubia fingía interés en mi discurso, mientras su otra mano no dejaba de jugar con un bolígrafo que sacó para eso mismo. Su agitación tuvo un límite: -Bueno: a lo que venimos. ¿Has leído mi libro? El súbito giro era predecible. Durante la cirugía de la mañana había preparado una eficaz excusa para evitar confesarle mi desinterés en sus locuras; me escuchó inclinada hacia delante y mirando de reojo hacia ambos lados, pero creo que no entendió; su cabeza estaba en otra parte. Acto continuo, y sin dar crédito a mis previos rodeos, volvió con otra pregunta, esta vez grave: -¿Has hecho un prólogo? Como intuí que mi breve silencio me podía delatar, respondí, entre adivinatorio y fugaz, que lo más importante era tratar el contenido de las ideas, la sustancia del pensamiento, la esencia del libro. Ella pareció regresar de un letargo visual; el recurso del elogio sólo da resultado si lo reconocido es lo valioso para su autor. A pesar de su belleza, su mirada era escrutadora, pensativa; asintió cordial mi solicitud de tiempo, acordando llamarle el jueves próximo. Nos despedimos. Al doblar por la calle Hidalgo, rumbo a Gonzalitos, encaré con toda imparcialidad mis opciones: a) hablar con mi amigo escritor Zacarías Jiménez, subrayar la belleza y condición de la divorciada de ideas desorbitadas, y ofrecerle un relevo de la encomienda (podría incluso ganar dinero), y b) no hablar con nadie. Preví, remontándome a mis estadísticas, que mi desidia optaría por b) A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignó la impresión de miedo cuando, después de lavarme las manos, no tomé el teléfono por esperar el lento secado al aire libre; reflexionar en los temores no nos convierte en valientes, sino en humanos. La necesidad de salir limpio de ésta era innecesaria, pensé; Denisse Alejandra, divorciada y sin hijos, más inútil por sus conclusiones que por su trabajo, no podía haberme esquinado hasta el insomnio. Si su modus operandi es la divagación, me justificaba, el asunto lo terminará olvidando tanto como la lucidez que ya perdió. Pero otra voz –la de Claudia- me recriminaba lo contrario: Denisse Alejandra, esa pobre mujer con el sueño de innovar la terapia nutricional me había confiado su único logro, su único hijo, su única forma de trascender en este planeta, con un acúmulo de ideas de otro planeta, de las cuales no podía acusarla de culpabilidad. Denisse Alejandra: esa dama olvidada, que me había puesto una delicada consideración y yo ignoraba olímpicamente. El teléfono perdió sus terrores. El asfalto de Monterrey, los pacientes, la campana que sonaba de nuevo dieron un carpetazo temporal al asunto. Pero a mediados de noviembre Denisse Alejandra me habló. Estaba agitadísima; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos corruptos Garza y Garza Abogados habían concluido embargar su casa de la colonia Libertad, por dudosas deudas de su difunta madre. -¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja jardinera donde nos sentábamos los cuatro a pasar la tarde bajo el encino! – repitió, quizá olvidando su pesar en la biología. No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Claudia. Quise confesarle ese delicadísimo detalle; no me oyó. Se contestó para sí, casi retándose, que de continuar las amenazas hablaría personalmente con el procurador Berchelman para planear el contraataque, que incluiría una demanda por daños y perjuicios, que los dejaría sin ganas de volver a meterse con ella. El nombre de Berchelman me impresionó: su reputación, intachable, tenía una seriedad casi académica. Interrogué si éste sabía ya del caso. Denisse Alejandra dijo que le llevaba la dieta de sus hijas, y que le hablaría esa misma tarde. Vaciló un momento y con esa voz llana, casi atropellada, a que solemos recurrir para confiar algo que no queremos que sea tan impactante, dijo que para terminar su libro le era indispensable seguir viviendo en esa casa, pues en la recámara del sótano había un Asclep. Aclaró que un Asclep es una pequeña parte del mundo, que contiene a todo el mundo en sí. -Está en la bodega del cuarto de juegos -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío; yo lo descubrí cuando niña, antes incluso de que Claudia, tu Claudia, lo viera. La escalera del sótano es empinada, mis padres me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, Claudia no estaba, rodé por la escalera, caí. Al abrir los ojos, descubrí un hueco en los escalones de madera y vi el Asclep. -¿El Asclep? –repetí. -Sí, el rincón donde están, sin mezclarse, todos los rincones del universo, vistos desde todos los ángulos. No le conté a nadie mi descubrimiento, pero volví. Sólo Claudia lo vio muchos años después. Ahora lo resguardo en una caja especial en la bodega. No me despojarán esos Garza y Garza de mi guarida y lugar santo. ¡Código en mano, el procurador Berchelman probará que es inajenable mi Asclep! Traté de razonar. -Pero, ¿no es muy grande ese Asclep? -La verdad no se trasmina en un entendimiento esclavo. Si fuera demasiado grande, habría más vacío que moléculas de energía; si fuera más pequeño de lo que es, el mundo sería finito. Si todo el universo está contenido en el Asclep, ahí están también todos los espacios y los tiempos, y las terapias curativas que requiere mi libro. -Iré a verlo inmediatamente. Corté antes de que pudiera negarse. Basta el conocimiento de un hecho para percibir el pico de un iceberg, e interesarse por encontrar una raíz, una causa, un diagnóstico; me sorprendió no haber sospechado antes que Denisse Alejandra era una demente. Todos esos Díaz, por lo demás… Claudia (yo mismo suelo reiterarlo) era una mujer, una niña, de una lucidez tan veloz para este mundo, que muchas distracciones, negligencias, excentricidades, tenían un destello de razón irritante, casi seductor de un estudio de imagen. La locura de Denisse Alejandra me colmó de una maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos amado. En la casa de la colonia Libertad, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. Los niños estaban fuera, con los vecinos. Junto al jarrón sin flor, en el piano callado y junto a otras fotografías, estaba la de Claudia adolescente. Aprovechando la penumbra y la soledad, en un arrebato de nostalgia me aproximé a la fotografía y le dije: -Claudia, Clau, Claudita, Claudia Díaz, Claudia querida, soy yo, soy Carlos. Denisse entró un poco después. Me saludó nerviosa; comprendí que no pensaba en otra cosa más que en su Asclep. -Un tequilita y vamos al sótano –fueron casi sus primeras palabras-; lo he preparado sobre la mesa de centro, ¿lo recuerdas? No pienses en nada cuando lo veas, y no sientas frío ni calor: no hagas caso del ruido o la luz, siempre recuerda que sólo estás en un sótano, enfrente de un Asclep, sí, pero aquí en Monterrey, en un sótano, no en otro planeta. Ya en la cocina, sirviendo el tequila como si fuera obligatorio, comentó: -Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio, aunque… -me miró entrecerrando sus ojos- sí lo verás, estoy segura. Baja; muy en breve podrás hablar otra vez con Claudia. Tomé de un trago el tequila y me puse de pie: ella acogió el gesto rápido y me guió a la puerta del sótano; cuando pasé cerró la puerta. Bajé a tientas los diez escalones y llegué apenas al tercer cuarto de la planta baja, pasando por sus tres puertas. No había luz, ni mesas. Denisse Alejandra se paseaba de un lado para otro, según los pasos del techo. La penumbra fue cediendo poco a poco; pronto comprendí mi peligro… ¡estaba en sus manos! Sus inútiles experimentos, su excéntrica retórica, la bebida que me sirvió antes de encerrarme; Denisse sospechaba de mis alcances: podría denunciarla en el Hospital, acusarla de incompetente y esquizofrénica y… ¡por ello me quería matar! ¿Cómo comprar mi silencio de su vida oculta? Sentí un escalofrío. Hiperventilando, desanduve el camino a las escaleras, y luego otra vez al cuarto del fondo. Reparé de nuevo en éste último salón. En una esquina estaba una mesa: sobre ella vi el Asclep. Al llegar ahora al cénit de mi relato, desde aquí, comienza una exponencial lluvia de signos que me sofocan tanto como aquél desasosiego del sótano. ¿Cómo poner en palabras lo que el cerebro apenas comprende? El castellano que hablamos en México, como todo lenguaje, presupone una combinación de símbolos cuya interpretación necesita un código compartido, o por lo menos similar; ¿cómo transmitir en éste código las fronteras invisibles del inmenso Asclep, que mi gastada memoria intenta reunir inútilmente? Los iluminados, en el último peldaño de su caminar; los chamanes, en el pico máximo de intoxicación por hongos alucinógenos; los griegos y los egipcios, todos ellos idearon espejos de esta piedra filosofal, de éste Universo concentrado, cuyos puntos cardinales son todos el mismo: ángel de cuatro caras, serpiente que se muerde la cola, alfa y omega. Quizá mis súplicas al fin me dejaron llegar a una plenitud de la sabiduría, llegar a retirar el grillete de esclavo, salir de la caverna, al fin generaron fruto: se me estaba revelando la luz y la oscuridad, y la profundidad de la oscuridad: el teatro y el telón, el diálogo y sus títeres, y las cuerdas que mueven sus brazos, y las manos que mueven sus manos. Pero a pesar de la lucidez, el problema central sigue sin salida aparente: la definición –o sea colocación de fronteras- siquiera parcial, de un infinito. Dicen que uno cuenta cómo le va en la feria: también es aplicable para El Asclep; el bombero vería, sobretodo, llamas, fuego, agua y heroísmo; los ministros verían el orbe, engrandecido y a sus pies; como yo soy médico, yo vi la panacea, y muchos cuerpos y medicamentos, pero la conmoción no llegó por tanto panorama, sino por su exacta ocurrencia en el mismo momento. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, mientras ellos mismos se veían a sí mismos. Encima de la mesa de la que ya hablé, había una esfera como las de adivinas, con todo y su mantel. Al principio la creí giratoria, pero entonces observé que no se trataba de un movimiento de su superficie: había dentro de sí todo un espectáculo orbitando. Su diámetro podía ser el de una pelota de billar, pero en realidad parecía más grande de lo que se medía: adentro vi el sol, el inmenso océano y sus orillas; vi la Tierra, cada segundo, cada centímetro, cada olor de sus arenas, y sus ruidos, desde el primero hasta el de la gran explosión que acabará con nosotros, para volver a empezar. Vi la luna, muchas lunas, las que se reflejan en los lagos y el agua de los lagos, con sus peces, sus fauces y las vellosidades intestinales; vi el intercambio de electrólitos en las células: el calcio no es como lo pintan, ni las bondades de las grasas encadenadas, como niños jugando a la rueda de San Miguel. Vi el Cielo, pero no como lo muestran de celeste: a gran velocidad, las moléculas del cielo parecen espectros volando por una masa de vacío que no se vacía: sospeché que había una forma humana en la masa, pero creo que sólo fue mi imaginación. Vi también los rostros de miles, millones de personas que, como en una videoteca, llegaban a mi al tiempo que los jaguares, las uvas, el rayo y su trueno, los cuentos que no he escrito y los que dejaron quemarse en las bibliotecas de los pueblos conquistados. Vi a Lety Damm, fumando y el humo de todas las bocas del mundo, como un coro de iglesia, una catedral como la de Burgos y unas montañas que ya no existen. Vi la exquisita herida del enfermo de San Cosme y San Damián (después de esto mis ojos sólo buscaban lechos de hospitales y los encontraron); vi un virus nuevo, uno viejo y su coito, como amibas. De Gonzalitos ni me acordé, sólo hasta después de ver un ciego caminando recordé que podría ser él: estaba dirigiéndose a otro que gritaba. También vi el dolor: es una dama (creí que iba a ser un monstruo) un tanto atractiva de vestido azul. Su mano atravesaba las impresiones que veía, y me daba una pesadumbre ilógica y lejana. La muerte es la típica del vestido negro y largo, y con flores en la cabeza (alguien había ya visto el Asclep), pero estaba extrañamente sentada, como aburrida u obligada. Vi a su lado las heridas, las sangrías, las fracturas y todas las caries del mundo y a su lado brillaban, quizá por mi profesión, todas las pócimas, cataplasmas, colirios, brebajes y pastillas curativas de entre las que podía contar las tan esperadas por todos: en su recipiente luminoso, estaban también las píldoras de la vida. Vi unos ojos que me miraban y apenas me separé; luego comprendí que eran los míos y los de otros, y así ocurrían de muchas maneras y al mismo tiempo millones de parpadeos, dando en conjunto un rostro y unos ojos que eran los que yo quería, los para siempre amados y encontrados en ajenos: eran los ojos de Claudia, desde todos los puntos, con sus reflejos de miles de lugares en donde estuvimos, hasta donde no. Eso me conmovió profundamente y luego de repasar que no podía ver tanto, me negué a seguir contemplándome, cuando apenas se me revelaría el momento en que usted estaría leyendo esto. Sería una escritura estéril y dejaría de leer. Dejaré cerrada mi inspección del Asclep con una última lectura: vi el Asclep, lo vi desde dentro de sí mismo, desde diversos puntos, y dentro de esos Ascleps volví a ver a un hombre que miraba el Asclep, sin dejar de sentir esa pesadumbre por perderme quizá, en el laberinto de las puertas que se abren para otras puertas, y así hasta el infinito infinitesimal: el infinito Dios puro. Sentí miedo, veneración, infinita cefalea. -Te has de haber quedado mudo, Jair- dijo una voz reptando por entre el sopor. Los tacones de unos pies bajaban lento por una escalera iluminada. Había olvidado la oscuridad de donde estaba. - Formidable. Sí, formidable. La indiferencia de mi voz me sorprendió: Denisse Alejandra sólo me observó por entre las sombras. El tiempo del sótano a la puerta me pareció un segundo. La vida misma parecía ser más lenta para lo que me lograba mover. Mi corazón despidió a Denisse Alejandra con un extraño remordimiento; parecía que quería pedirle perdón. Un abrazo más prolongado de lo normal lo dijo todo: mis ojos le dijeron Lucha aunque no sabía muy bien por qué causa. La mujer que tenía enfrente nunca fue la misma para mi. En la calle de Linares, en las aceras, las ventanas de los coches vecinos y luego en la televisión las caras me parecían familiares. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, despertar mi absoluto interés por su estudio, expectante a la evolución. Mi primer paciente después del Asclep tenía una rara parálisis que adiviné a la primera, mas no disfruté el diagnóstico. Luego fui el médico más certero de mi región; sin saber porqué, ya conocía las enfermedades de las personas, pero por ello me desinteresó la anamnesis y la exploración clínica. Felizmente, la siempre dispar expresión de las enfermedades en las personas me devolvieron la preocupación. Postdata del 9 de septiembre del 2008. A los dos meses de la muerte de don Rogelio Díaz, Denisse Alejandra renunció al Hospital Monterrey. Nunca se supo su paradero, y las vecinas de la colonia Libertad no me supieron decir el motivo de su huida ni el destino. Una nota perdida en la esquina de El Norte reveló que la oficina Garza y Garza Abogados había sido demandada por nada menos que el Procurador Berchelman. La brevísima nota periodística sólo informó de un amparo civil. Ni en la Procuraduría ni en la oficina de los Abogados me quisieron dar informes de Denisse. Quisiera en verdad contar mi valiente entrada clandestina a la casa de la colonia Libertad, pero nunca ha ocurrido. No me atrevo al riesgo de ser confundido con un ladrón; pero el temor más incómodo es al asalto de no encontrar el Asclep. ¿Existió en verdad el Asclep? ¿Lo conoció Hipócrates, lo hizo suyo? ¿Del sótano de la casa de la calle Linares aún pueden brotar luces giratorias que iluminan toda la enfermedad? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy viendo la dilución, con los años, de los rasgos de Claudia.

12 de marzo de 2009

El tiempo verbal

El tiempo verbal más conveniente para narrar un cuento es el pretérito o pasado, en tanto se va a leer algo que ya sucedió. Crear relatos en presenta requiere de más habilidad del narrador para evitar que el lector discuta u opine sobre las acciones que están pasando en su presente. La redacción en presente genera problemas de construcción y obliga a reforzar la verosimilitud. Además, el narrador del cuento se transforma en una especie de cronista de futbol porque abandona la posición de quien rememora un hecho y asume la de testigo presente.

(Guillermo Samperio)

2 de marzo de 2009

¿Eres buen pedo?

'¡Te vas sin despedirte!'
Juan Villoro
27 Feb. 09

Hemos usado tanto la amabilidad que ya nos la gastamos. La cortesía se fue de nuestras calles para refugiarse en las películas mexicanas de los años 40.

Escribo estas líneas desde la Ciudad de México, conocido bastión del catastrofismo. Sé que en provincia se conservan hábitos ajenos a la prisa y la neurosis, pero también ahí he advertido el deterioro: la gentileza atraviesa una crisis nacional.

¿Qué tan grave es esto? Es obvio que un patán puede ser feliz. La cordialidad no garantiza el bienestar ni pertenece a los recursos más importantes de un país. Sin embargo, la forma en que nos saludamos describe la realidad que compartimos.

Cuando yo era niño, un caballero era una persona de urbanidad dramática, capaz de dirigirse a su vecina en estos términos: "¡A sus pies, señora!".

Un inútil sentido de la discreción impedía hacer preguntas directas. Como el estado habitual de la infancia es la confusión, nos hubiera encantado decir "¿qué?" a cada rato. Pero eso era grosero. Había que decir "¿mande?", como peones de hacienda.

En ese mundo, aún había hijos que le hablan a sus padres de usted y todos teníamos dos oficios, el de elección y el de atender a los demás. Resultaba tosco presentarse como "Venustiano Carranza"; había que decir: "Venustiano Carranza, servidor".La barroca cortesía nacional provocaba enredos como el de "la casa de usted". Aunque nadie deseaba abrir la puerta para rendir sus pantuflas, la convención obligaba a regalar nuestra vivienda a los desconocidos. Este sentido inmobiliario de la cordialidad llevaba a equívocos como el siguiente:

-En la casa de usted hay un perro muy feo.

-Más respeto, joven, mi poodle tiene pedigrí.

-Me refiero a mi casa, o sea, la de usted.

-¿Se refiere a mi poodle?

-No: al perro mío en la casa de usted.

-¿Quiere que su perro viva en mi casa? ¿No dijo que es muy feo?

-Mi casa es su casa, pero su perro es su perro.

-Hombre, ¡pero qué amable!

El exceso de amabilidad entorpecía los diálogos.

Los mexicanos de entonces eran tan amables que se ofendían por cualquier cosa. Sólo un profesional de las costumbres salía bien librado.

De ese exceso pasamos al opuesto. Hoy en día las fórmulas serviles sólo perduraran en el trato mercantil de los meseros: "¿más coñac, mi jefe?", "¿cangrejo de Alaska, mi señor?", "¿le traigo hielos importados, patrón?".

Poco a poco, la deseable espontaneidad ganó espacio en el idioma sin que dejáramos de ser uno de los países donde la gente se saluda más veces al día. En otros lados no se considera un desdoro seguir de largo sin devolver el saludo. En México, la ofensa sirve de atenuante en caso de asesinato.

Aunque abandonamos la cultura de los arrojadizos caballeros a los pies de las damas, mantuvimos una esmerada cortesía que no dejaba de sorprender a los extranjeros. Hace unos 20 años, el editor catalán Jorge Herralde me pidió que le descifrara la carta de un autor mexicano. Herralde le había ofrecido traducir un libro y el autor contestaba con una prosa tan alambicada que no se sabía si aceptaba o no. Leí la carta. Para un mexicano, resultaba obvio que rechazaba la oferta, y que era muy amable.

¿Qué pasa con el lenguaje común en el México del crimen? Hemos llegado a una inversión simbólica en la que se considera sospechoso, e incluso "agresivo", pedir algo de modo elaborado. Usar muchas palabras, o muy selectas, ofende como un abuso de superioridad lingüística. Involuntariamente, el amable "discrimina" al rijoso que teme rebajarse si muestra otra disposición que el rechazo.

Como nada funciona y nadie desea hacerse responsable, el trato entre desconocidos se basa en la suspicacia. Si un cliente se atreve, no digamos a quejarse, sino a pedir otra bolsa, el empleado contesta en forma defensiva: "La hubiera pedido antes". El acercamiento sólo se produce si antes se marca una distancia. Atender a otra persona equivale a tener contacto con el enemigo: hay que evitar, a toda costa, que se aparte de lo estricto. No puede usar el teléfono, ni el baño, ni apoyarse en el mostrador.

Mientras más elegante es el sitio donde haces una reservación, más duras son sus admoniciones preventivas: "Tiene diez minutos de tolerancia". ¡Cuidado con incumplir la promesa de llegar ahí!

El Ejército Mexicano contribuye al clima con el letrero que ha colocado en sus retenes: "Precaución, Reacción, Desconfianza"

. Eso somos los mexicanos: sospechosos que debemos probar nuestra inocencia.

En las sociedades funcionales, la confianza es un valor que puede perderse; en México es un bien esquivo. En vez de suponer que el otro actuará bien, suponemos que desea perjudicarnos. Si no lo hace, se gana nuestra confianza.

Hay momentos de tensión en que dos personas se ven sin decir nada. Están esperando que la otra se debilite al ser amable.

"Que le vaya bonito", me dijo el otro día el dependiente de una tienda. Me sentí en una película de "El Indio" Fernández. La posibilidad de recibir un mensaje de ese tipo es tan rara que me produjo una nostalgia ulterior, por una época que no viví.

La clave operativa del lenguaje en curso es el recelo. No es casual que las nuevas expresiones de afecto sean ultrajes reciclados. No puedo reproducir aquí todos los elogios que le escuché a una angelical estudiante de 16 años. Me limitó a uno: "Ese güey es buen pedo". Después de analizar el léxico de la época, no advertí rango más alto que ser "buen pedo". Como los rufianes de otros tiempos, los piropos se fueron sin despedirse.

Ciertas personas viven en estado de alerta: "¿Te fijaste la cara que puso?". Aunque les digan algo normal, ellas descubren las cejas de la mala onda. No se necesita ser tan susceptible para percibir adónde hemos llegado. Sólo quedan fórmulas huecas. El empleado de la gasolinera dice en señal de deferencia: "La bomba está en ceros". Sí, pero los litros están incompletos.

26 de febrero de 2009

Una obra de arte...

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.
Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.
¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

13 de febrero de 2009

Son hijos de esta era, de Víctor Olguin

Son hijos de esta era

 Víctor Olguín

 

Los hijos de la tiznada, los hijos del máiz, los hijos de la mañana, los hijos de su mal dormir, los hijos de su pelona, los hijos de la rejinjurria; incluidos los hijos de María Morales, los de la guayaba y la tostada, se ignoran hermanastros, hijos bastardos del miedo.

 

Nacieron inocentes, mas la gracia les quedó grande. Caínes y Abeles temblaron al ver el destino en sus manos; quisieron volver al seno materno y se aferraron a lo primero. Fue así como hallaron cobijo en un útero gigante, mecánico y deforme. Allí se zambullenLos hijos del miedo; duermen creyéndose despiertos mientras chupan y consumen ávidos un alimento insulso, dañino. De pronto los invade la ansiedad, mas el seno los reacomoda entre sus pliegues prodigándoles un cosquilleo seductor. Pretenden rehuir su condición volcados en el afán de ser chingones. Su máximo deseo: llegar al centro del hervidero, exhibir su impudicia y hacerse aplaudir. Tales son Los hijos del miedo.

 

Sin despertar ni menguar su chupeteo Los hijos del miedo, y sus propios hijos, se abrazan, muerden, rasguñan y patean. Se regodean en el calorcito circundante. No advierten que son el gordo del caldo, que los ha engullido y digiere sin prisa la gran puta que los parió.