13 de marzo de 2009

El Asclep

El Asclep Por Carlos Jair García-Guerrero La lluviosa mañana de septiembre en que Claudia Díaz murió, después de una encarnizada agonía que no dejó lugar a la lucha ni se rebajó al sentimentalismo, noté que los panorámicos de fierro de enfrente del Hospital Monterrey habían renovado no sé qué aviso de cirugía de obesidad mórbida; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una larga lista de innovaciones quirúrgicas por venir. Cambiará el universo pero no yo, pensé con nostálgica fidelidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza pero también sin reproches. Consideré que, como el dos de septiembre era su cumpleaños, visitar la casa de la colonia Libertad para saludar a su padre y a Denisse Alejandra Díaz, su hermana, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Claudia Díaz, de vestido de quince años, Estudio Montes; Claudia con vestido de Jalisco, en los festivales del día de la bandera; la primera comunión de Claudia; Claudia, el día de su boda con Rolando Treviño; Claudia, poco después del divorcio, en un almuerzo en el Casino de Médicos de Monterrey; Claudia, con Denisse Alejandra; Claudia, de tres cuartos, la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con asuntos de salud preventiva o curativa: consejería que, finalmente, aprendí a descartar, después de comprobar, meses después, que las comidas seguían siendo las mismas. Claudia Díaz murió en 1996; desde entonces, no dejé de pasar un dos de septiembre sin volver a su casa. Yo solía llegar a las ocho y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en el 2000, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en el 2001 me presenté, un poco antes de las ocho, con un tequila y carne seca; con toda naturalidad, me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y menudamente alcoholizados, recibí progresivamente las confidencias de Denisse Alejandra Díaz. Claudia era blanca, gruesa, muy prominente de frente; había en su andar un vaivén despreocupado; Denisse Alejandra es rosada, tierna, rubia, de rasgos finos. Ejerce sus estudios de nutrición en el Hospital Monterrey; es certera con las dietas pero también reemplazable; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos décadas de distancia, sigue igual de despistada. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles terapéuticas y en ociosas combinaciones de alimentos. Tiene (como Claudia) pequeñas y redondas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Ratatouille, menos por la exposición de la cocina que por la curiosa costumbre de olfatear cada vegetal. “Es la mejor película que he visto” repetía con fe. “Pronto no habrá necesidad de medicinas; no te servirá, no, la más certera de tus recetas.” El dos de septiembre de 2002 me permití agregar al tequila y la carne unas glorias rellenas de rompope. Denisse Alejandra las olfateó, las probó, le parecieron interesantes y emprendió, al cabo de unas copas, un elogio a la gastronomía neolonesa, particularmente la que fabrica los dulces regionales. La evoco –dijo con una animación algo inexplicable- conquistando los paladares de todo el mundo, como si dijéramos que sería el postre universal, la cereza perfecta del pastel mundial, le vacuna contra todo mal, panacea de la desnutrición, viruela, peste, SIDA, diabetes, obesidad, pobreza… Observó que puede haber otra esfera que ya haya cambiado la terapéutica medicamentosa por una alimentaria, vegetariana, natural. Tan idiotas me parecieron esas ideas, tan alcohólica y tan hueca su exposición, que las relacioné inmediatamente con la psiquiatría; le dije que porqué no consultaba con Nadia Asseff. Atenta y confundida con el nombre de mi amiga psiquiatra, trajo al tema la psiconeuroinmunología, pero me declaró inocente de entenderla hasta no dar con hechos, como todo científico; esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en su Antología de la Panacea Alimentaria, libro que llevaba años escribiendo, “sin presunción”, siempre apoyada en esa “hambre de conocimiento”, que más me pareció una justificación de su divorcio. El primer capítulo de su libro se titulaba El Cosmos; tratábase de una descripción de nuestro mundo, en la que no faltaban, por cierto, las montañas del Cerro de la Silla y Obispado, cabezas de la ciudad. Le rogué que me leyera algún fragmento, que lo seleccionara de entre sus más intrínsecas ideas; abrió un cajón de su escritorio, sacó una libreta decorada con flores y mariposas, y me lo entregó como quien presta dinero sin que se lo pidan; su rostro de “lo necesitas” casi me hace reír; me pidió que lo revisara y despedimos la noche con un cortés beso en la mejilla. Dos domingos después, Denisse Alejandra me llamó a mi número de celular, que no sé quién le dio. Me pidió que nos reuniéramos para hablar de la terapia alimentaria de unos pacientes y del manuscrito. Nos vimos en la cafetería del Hospital Monterrey y ordenamos enchiladas. Aún con la bata blanca puesta, hablamos del menú, de los mitos de los refrescos dietéticos y del incidente con la campana del hospital, que otra vez se había caído. Denisse Alejandra, con su encantadora melena rubia fingía interés en mi discurso, mientras su otra mano no dejaba de jugar con un bolígrafo que sacó para eso mismo. Su agitación tuvo un límite: -Bueno: a lo que venimos. ¿Has leído mi libro? El súbito giro era predecible. Durante la cirugía de la mañana había preparado una eficaz excusa para evitar confesarle mi desinterés en sus locuras; me escuchó inclinada hacia delante y mirando de reojo hacia ambos lados, pero creo que no entendió; su cabeza estaba en otra parte. Acto continuo, y sin dar crédito a mis previos rodeos, volvió con otra pregunta, esta vez grave: -¿Has hecho un prólogo? Como intuí que mi breve silencio me podía delatar, respondí, entre adivinatorio y fugaz, que lo más importante era tratar el contenido de las ideas, la sustancia del pensamiento, la esencia del libro. Ella pareció regresar de un letargo visual; el recurso del elogio sólo da resultado si lo reconocido es lo valioso para su autor. A pesar de su belleza, su mirada era escrutadora, pensativa; asintió cordial mi solicitud de tiempo, acordando llamarle el jueves próximo. Nos despedimos. Al doblar por la calle Hidalgo, rumbo a Gonzalitos, encaré con toda imparcialidad mis opciones: a) hablar con mi amigo escritor Zacarías Jiménez, subrayar la belleza y condición de la divorciada de ideas desorbitadas, y ofrecerle un relevo de la encomienda (podría incluso ganar dinero), y b) no hablar con nadie. Preví, remontándome a mis estadísticas, que mi desidia optaría por b) A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignó la impresión de miedo cuando, después de lavarme las manos, no tomé el teléfono por esperar el lento secado al aire libre; reflexionar en los temores no nos convierte en valientes, sino en humanos. La necesidad de salir limpio de ésta era innecesaria, pensé; Denisse Alejandra, divorciada y sin hijos, más inútil por sus conclusiones que por su trabajo, no podía haberme esquinado hasta el insomnio. Si su modus operandi es la divagación, me justificaba, el asunto lo terminará olvidando tanto como la lucidez que ya perdió. Pero otra voz –la de Claudia- me recriminaba lo contrario: Denisse Alejandra, esa pobre mujer con el sueño de innovar la terapia nutricional me había confiado su único logro, su único hijo, su única forma de trascender en este planeta, con un acúmulo de ideas de otro planeta, de las cuales no podía acusarla de culpabilidad. Denisse Alejandra: esa dama olvidada, que me había puesto una delicada consideración y yo ignoraba olímpicamente. El teléfono perdió sus terrores. El asfalto de Monterrey, los pacientes, la campana que sonaba de nuevo dieron un carpetazo temporal al asunto. Pero a mediados de noviembre Denisse Alejandra me habló. Estaba agitadísima; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos corruptos Garza y Garza Abogados habían concluido embargar su casa de la colonia Libertad, por dudosas deudas de su difunta madre. -¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja jardinera donde nos sentábamos los cuatro a pasar la tarde bajo el encino! – repitió, quizá olvidando su pesar en la biología. No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Claudia. Quise confesarle ese delicadísimo detalle; no me oyó. Se contestó para sí, casi retándose, que de continuar las amenazas hablaría personalmente con el procurador Berchelman para planear el contraataque, que incluiría una demanda por daños y perjuicios, que los dejaría sin ganas de volver a meterse con ella. El nombre de Berchelman me impresionó: su reputación, intachable, tenía una seriedad casi académica. Interrogué si éste sabía ya del caso. Denisse Alejandra dijo que le llevaba la dieta de sus hijas, y que le hablaría esa misma tarde. Vaciló un momento y con esa voz llana, casi atropellada, a que solemos recurrir para confiar algo que no queremos que sea tan impactante, dijo que para terminar su libro le era indispensable seguir viviendo en esa casa, pues en la recámara del sótano había un Asclep. Aclaró que un Asclep es una pequeña parte del mundo, que contiene a todo el mundo en sí. -Está en la bodega del cuarto de juegos -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío; yo lo descubrí cuando niña, antes incluso de que Claudia, tu Claudia, lo viera. La escalera del sótano es empinada, mis padres me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, Claudia no estaba, rodé por la escalera, caí. Al abrir los ojos, descubrí un hueco en los escalones de madera y vi el Asclep. -¿El Asclep? –repetí. -Sí, el rincón donde están, sin mezclarse, todos los rincones del universo, vistos desde todos los ángulos. No le conté a nadie mi descubrimiento, pero volví. Sólo Claudia lo vio muchos años después. Ahora lo resguardo en una caja especial en la bodega. No me despojarán esos Garza y Garza de mi guarida y lugar santo. ¡Código en mano, el procurador Berchelman probará que es inajenable mi Asclep! Traté de razonar. -Pero, ¿no es muy grande ese Asclep? -La verdad no se trasmina en un entendimiento esclavo. Si fuera demasiado grande, habría más vacío que moléculas de energía; si fuera más pequeño de lo que es, el mundo sería finito. Si todo el universo está contenido en el Asclep, ahí están también todos los espacios y los tiempos, y las terapias curativas que requiere mi libro. -Iré a verlo inmediatamente. Corté antes de que pudiera negarse. Basta el conocimiento de un hecho para percibir el pico de un iceberg, e interesarse por encontrar una raíz, una causa, un diagnóstico; me sorprendió no haber sospechado antes que Denisse Alejandra era una demente. Todos esos Díaz, por lo demás… Claudia (yo mismo suelo reiterarlo) era una mujer, una niña, de una lucidez tan veloz para este mundo, que muchas distracciones, negligencias, excentricidades, tenían un destello de razón irritante, casi seductor de un estudio de imagen. La locura de Denisse Alejandra me colmó de una maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos amado. En la casa de la colonia Libertad, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. Los niños estaban fuera, con los vecinos. Junto al jarrón sin flor, en el piano callado y junto a otras fotografías, estaba la de Claudia adolescente. Aprovechando la penumbra y la soledad, en un arrebato de nostalgia me aproximé a la fotografía y le dije: -Claudia, Clau, Claudita, Claudia Díaz, Claudia querida, soy yo, soy Carlos. Denisse entró un poco después. Me saludó nerviosa; comprendí que no pensaba en otra cosa más que en su Asclep. -Un tequilita y vamos al sótano –fueron casi sus primeras palabras-; lo he preparado sobre la mesa de centro, ¿lo recuerdas? No pienses en nada cuando lo veas, y no sientas frío ni calor: no hagas caso del ruido o la luz, siempre recuerda que sólo estás en un sótano, enfrente de un Asclep, sí, pero aquí en Monterrey, en un sótano, no en otro planeta. Ya en la cocina, sirviendo el tequila como si fuera obligatorio, comentó: -Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio, aunque… -me miró entrecerrando sus ojos- sí lo verás, estoy segura. Baja; muy en breve podrás hablar otra vez con Claudia. Tomé de un trago el tequila y me puse de pie: ella acogió el gesto rápido y me guió a la puerta del sótano; cuando pasé cerró la puerta. Bajé a tientas los diez escalones y llegué apenas al tercer cuarto de la planta baja, pasando por sus tres puertas. No había luz, ni mesas. Denisse Alejandra se paseaba de un lado para otro, según los pasos del techo. La penumbra fue cediendo poco a poco; pronto comprendí mi peligro… ¡estaba en sus manos! Sus inútiles experimentos, su excéntrica retórica, la bebida que me sirvió antes de encerrarme; Denisse sospechaba de mis alcances: podría denunciarla en el Hospital, acusarla de incompetente y esquizofrénica y… ¡por ello me quería matar! ¿Cómo comprar mi silencio de su vida oculta? Sentí un escalofrío. Hiperventilando, desanduve el camino a las escaleras, y luego otra vez al cuarto del fondo. Reparé de nuevo en éste último salón. En una esquina estaba una mesa: sobre ella vi el Asclep. Al llegar ahora al cénit de mi relato, desde aquí, comienza una exponencial lluvia de signos que me sofocan tanto como aquél desasosiego del sótano. ¿Cómo poner en palabras lo que el cerebro apenas comprende? El castellano que hablamos en México, como todo lenguaje, presupone una combinación de símbolos cuya interpretación necesita un código compartido, o por lo menos similar; ¿cómo transmitir en éste código las fronteras invisibles del inmenso Asclep, que mi gastada memoria intenta reunir inútilmente? Los iluminados, en el último peldaño de su caminar; los chamanes, en el pico máximo de intoxicación por hongos alucinógenos; los griegos y los egipcios, todos ellos idearon espejos de esta piedra filosofal, de éste Universo concentrado, cuyos puntos cardinales son todos el mismo: ángel de cuatro caras, serpiente que se muerde la cola, alfa y omega. Quizá mis súplicas al fin me dejaron llegar a una plenitud de la sabiduría, llegar a retirar el grillete de esclavo, salir de la caverna, al fin generaron fruto: se me estaba revelando la luz y la oscuridad, y la profundidad de la oscuridad: el teatro y el telón, el diálogo y sus títeres, y las cuerdas que mueven sus brazos, y las manos que mueven sus manos. Pero a pesar de la lucidez, el problema central sigue sin salida aparente: la definición –o sea colocación de fronteras- siquiera parcial, de un infinito. Dicen que uno cuenta cómo le va en la feria: también es aplicable para El Asclep; el bombero vería, sobretodo, llamas, fuego, agua y heroísmo; los ministros verían el orbe, engrandecido y a sus pies; como yo soy médico, yo vi la panacea, y muchos cuerpos y medicamentos, pero la conmoción no llegó por tanto panorama, sino por su exacta ocurrencia en el mismo momento. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, mientras ellos mismos se veían a sí mismos. Encima de la mesa de la que ya hablé, había una esfera como las de adivinas, con todo y su mantel. Al principio la creí giratoria, pero entonces observé que no se trataba de un movimiento de su superficie: había dentro de sí todo un espectáculo orbitando. Su diámetro podía ser el de una pelota de billar, pero en realidad parecía más grande de lo que se medía: adentro vi el sol, el inmenso océano y sus orillas; vi la Tierra, cada segundo, cada centímetro, cada olor de sus arenas, y sus ruidos, desde el primero hasta el de la gran explosión que acabará con nosotros, para volver a empezar. Vi la luna, muchas lunas, las que se reflejan en los lagos y el agua de los lagos, con sus peces, sus fauces y las vellosidades intestinales; vi el intercambio de electrólitos en las células: el calcio no es como lo pintan, ni las bondades de las grasas encadenadas, como niños jugando a la rueda de San Miguel. Vi el Cielo, pero no como lo muestran de celeste: a gran velocidad, las moléculas del cielo parecen espectros volando por una masa de vacío que no se vacía: sospeché que había una forma humana en la masa, pero creo que sólo fue mi imaginación. Vi también los rostros de miles, millones de personas que, como en una videoteca, llegaban a mi al tiempo que los jaguares, las uvas, el rayo y su trueno, los cuentos que no he escrito y los que dejaron quemarse en las bibliotecas de los pueblos conquistados. Vi a Lety Damm, fumando y el humo de todas las bocas del mundo, como un coro de iglesia, una catedral como la de Burgos y unas montañas que ya no existen. Vi la exquisita herida del enfermo de San Cosme y San Damián (después de esto mis ojos sólo buscaban lechos de hospitales y los encontraron); vi un virus nuevo, uno viejo y su coito, como amibas. De Gonzalitos ni me acordé, sólo hasta después de ver un ciego caminando recordé que podría ser él: estaba dirigiéndose a otro que gritaba. También vi el dolor: es una dama (creí que iba a ser un monstruo) un tanto atractiva de vestido azul. Su mano atravesaba las impresiones que veía, y me daba una pesadumbre ilógica y lejana. La muerte es la típica del vestido negro y largo, y con flores en la cabeza (alguien había ya visto el Asclep), pero estaba extrañamente sentada, como aburrida u obligada. Vi a su lado las heridas, las sangrías, las fracturas y todas las caries del mundo y a su lado brillaban, quizá por mi profesión, todas las pócimas, cataplasmas, colirios, brebajes y pastillas curativas de entre las que podía contar las tan esperadas por todos: en su recipiente luminoso, estaban también las píldoras de la vida. Vi unos ojos que me miraban y apenas me separé; luego comprendí que eran los míos y los de otros, y así ocurrían de muchas maneras y al mismo tiempo millones de parpadeos, dando en conjunto un rostro y unos ojos que eran los que yo quería, los para siempre amados y encontrados en ajenos: eran los ojos de Claudia, desde todos los puntos, con sus reflejos de miles de lugares en donde estuvimos, hasta donde no. Eso me conmovió profundamente y luego de repasar que no podía ver tanto, me negué a seguir contemplándome, cuando apenas se me revelaría el momento en que usted estaría leyendo esto. Sería una escritura estéril y dejaría de leer. Dejaré cerrada mi inspección del Asclep con una última lectura: vi el Asclep, lo vi desde dentro de sí mismo, desde diversos puntos, y dentro de esos Ascleps volví a ver a un hombre que miraba el Asclep, sin dejar de sentir esa pesadumbre por perderme quizá, en el laberinto de las puertas que se abren para otras puertas, y así hasta el infinito infinitesimal: el infinito Dios puro. Sentí miedo, veneración, infinita cefalea. -Te has de haber quedado mudo, Jair- dijo una voz reptando por entre el sopor. Los tacones de unos pies bajaban lento por una escalera iluminada. Había olvidado la oscuridad de donde estaba. - Formidable. Sí, formidable. La indiferencia de mi voz me sorprendió: Denisse Alejandra sólo me observó por entre las sombras. El tiempo del sótano a la puerta me pareció un segundo. La vida misma parecía ser más lenta para lo que me lograba mover. Mi corazón despidió a Denisse Alejandra con un extraño remordimiento; parecía que quería pedirle perdón. Un abrazo más prolongado de lo normal lo dijo todo: mis ojos le dijeron Lucha aunque no sabía muy bien por qué causa. La mujer que tenía enfrente nunca fue la misma para mi. En la calle de Linares, en las aceras, las ventanas de los coches vecinos y luego en la televisión las caras me parecían familiares. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, despertar mi absoluto interés por su estudio, expectante a la evolución. Mi primer paciente después del Asclep tenía una rara parálisis que adiviné a la primera, mas no disfruté el diagnóstico. Luego fui el médico más certero de mi región; sin saber porqué, ya conocía las enfermedades de las personas, pero por ello me desinteresó la anamnesis y la exploración clínica. Felizmente, la siempre dispar expresión de las enfermedades en las personas me devolvieron la preocupación. Postdata del 9 de septiembre del 2008. A los dos meses de la muerte de don Rogelio Díaz, Denisse Alejandra renunció al Hospital Monterrey. Nunca se supo su paradero, y las vecinas de la colonia Libertad no me supieron decir el motivo de su huida ni el destino. Una nota perdida en la esquina de El Norte reveló que la oficina Garza y Garza Abogados había sido demandada por nada menos que el Procurador Berchelman. La brevísima nota periodística sólo informó de un amparo civil. Ni en la Procuraduría ni en la oficina de los Abogados me quisieron dar informes de Denisse. Quisiera en verdad contar mi valiente entrada clandestina a la casa de la colonia Libertad, pero nunca ha ocurrido. No me atrevo al riesgo de ser confundido con un ladrón; pero el temor más incómodo es al asalto de no encontrar el Asclep. ¿Existió en verdad el Asclep? ¿Lo conoció Hipócrates, lo hizo suyo? ¿Del sótano de la casa de la calle Linares aún pueden brotar luces giratorias que iluminan toda la enfermedad? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy viendo la dilución, con los años, de los rasgos de Claudia.

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