Por sobre tu hombro
Encontrás. Una idea. O una palabra. Y se te va armando. En la cabeza.
El poema que siempre quisiste. Y decís: ahora sí. Y te sentás.
Entonces. A escribir. O no te sentás. Pero escribís. Primero en la
cabeza. Lugar donde todo se acomoda. Y das en la tecla. Contás con la
memoria. Manera del contar. La tuya. Una de las tuyas. No con los
dedos. Con la memoria. En la cabeza. Acomodando. Hasta que al final
escribís. Esta vez de verdad. Te lo decís varias veces. De verdad.
Escribís. Para que no queden dudas. Esta vez. Pero no hay coincidencia.
A pesar de todo. No la hay. Tanto esfuerzo. Tanto afilar la memoria.
Acomodar la idea. Y no hay coincidencia. Las palabras rechazan el
juego. La danza. No te quieren. Dicen que no sabés cómo llevarlas
adonde les corresponde. Y ahí están. Fuera de la memoria. Duras como
cascotes. Y las leés en voz alta. Viejo truco. Pero no alcanza. No les
alcanza. Tampoco a vos. Te das cuenta. Tu voz en el aire acomoda
también. Como la cabeza. Necesitás otra voz. Una que no tenga piedad.
Una que te quiera tanto que no necesite de la piedad para darte su
amor. La mesa te observa sin hablar. Y el poema no huele. No despega
del papel. De la madera. De la tinta. Está ahí. Chato. Ni siquiera te
mira. Tropieza sin moverse. Atado al anzuelo de aquella idea. Porque la
idea no alcanza. Una idea se muere. Las ideas se mezclan con el aire. Y
el poema sufre. Palabras que sobran. Palabras que no están. La palabra
justa mueve a risa. Pero no importa. Falta lo peor. Las palabras se
resisten a vos. El poema no se mueve. Ni siquiera respira. No te
respira. Y te devuelve una mueca. La tuya. Como una estrella incrustada
en la arena del cielo.
D.R.Mourelle
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